viernes, 6 de enero de 2017

La muerte del periodismo

La muerte del periodismo

Desde siempre, los periódicos han consistido en una mezcla de información y opinión, de datos y de su interpretación; la cual inevitablemente será discutible, debatible.
 

Conjunto de las principales redes sociales
Últimamente me viene sucediendo: me entero de muchas noticias antes por Twitter o determinados foros que por periódicos digitales, y no digamos ya de papel. En parte, esto puede explicarse porque me he vuelto quizás excesivamente asiduo de las redes sociales.
Pero no creo que se trate exclusivamente de un problema mío. Hay informaciones que no sólo se dan a conocer antes por esas vías “informales” (o de medios a contracorriente como Actuall, sin ir más lejos), sino que, probablemente, ni siquiera conoceríamos si no fuera por ellas.

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Podemos hablar, por ejemplo, de los centenares de agresiones a mujeres en la Nochevieja de hace un año, perpetradas por hordas de inmigrantes musulmanes en el centro y norte de Europa, que los medios convencionales sólo empezaron a divulgar, como a regañadientes, cuando en internet ya había un clamor de indignación.
O podemos hablar de los vídeos en número creciente, realizados con móviles y colgados en la red, que muestran a jóvenes cobardes (de aspecto culturalmente reconocible) atacando brutalmente a mujeres solas e indefensas. Vídeos que nos ilustran acerca de un terrorismo yihadista de “baja intensidad” sobre el que nadie osa pronunciarse en público.
Muchos internautas españoles vimos la primera fotografía del asesino muerto por los disparos de la policía en un foro, antes que en un digital “serio”
No hay duda de que la tecnología está jugando un papel decisivo. Nos llegaron las primeras imágenes del atentado en Turquía contra el embajador ruso gracias a alguien del público que tuvo el valor de grabarlo y difundirlo, casi en tiempo real, quizás con un teléfono móvil como el que utiliza cualquier adolescente. Muchos internautas españoles vimos la primera fotografía del asesino muerto por los disparos de la policía en un foro, antes que en un digital “serio”.
El acceso de las nuevas tecnologías a las masas ha afectado innegablemente a los medios convencionales, y “afectado” es aquí un eufemismo en toda regla: les ha sentado como un torpedo por debajo de la línea de flotación. Quizás nadie lo ha resumido mejor que el próximo presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, cuando dijo que “Twitter es como tener el New York Times pero sin sus pérdidas.” (De paso, le asestó una patada en la espinilla a uno de los diarios progres que más le han fustigado en la campaña electoral.)
Pero caeríamos en un error si nos limitáramos a señalar el papel de la tecnología, a la que con mayor o menor agilidad se han adaptado todas las cabeceras tradicionales. Los problemas de la prensa vienen de más lejos, y se podrían resumir en tres palabras: pérdida de credibilidad.
Por supuesto, las redes sociales están muy lejos de ser una mina de información fiable. Todo lo contrario, rezuman bulos, teorías conspiranoicas y majaderías variopintas. Uno debe adentrarse en ellas selectivamente, con todas las cautelas críticas, pero ¿acaso podemos ahorrarnos esas precauciones con cualquier otro medio?
Desde siempre, los periódicos han consistido en una mezcla de información y opinión, de datos y de su interpretación; la cual inevitablemente será discutible, debatible. Pero,como señaló el gran periodista Jean-François Revel, “el mal más pernicioso es la opinión disfrazada de información.”
Quizás la renuncia cínica a la objetividad alcanzó simbólicamente su punto álgido en aquel titular de portada del 12 de setiembre de 2001, el día después del atentado contra las Torres Gemelas, con el que se despachó El País: “El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush”.
En lugar de un titular descriptivo acerca del acontecimiento más dramático en lo que llevamos de siglo, o que al menos aportara alguna información relevante, el diario de PRISA optó por expresar en tipos grandes un sentimiento particular, elevándolo por su cuenta a categoría universal, como si todo el mundo compartiera la americanofobia indisimulada del periódico.
Salvo en las páginas de política nacional, cada vez resulta más difícil distinguir la línea editorial de los periódicos
Esta confusión de la ideología con la realidad, de lo emotivo con lo factual, es ya un fenómeno generalizado, que ni mucho menos puede circunscribirse a la prensa declaradamente progresista; quizás porque toda lo sea, esencialmente. Salvo en las páginas de política nacional, cada vez resulta más difícil distinguir la línea editorial de los periódicos por sus secciones internacionales, culturales o de sociedad.
En todos el mismo consenso socialdemócrata, de “género”, ecologista y buenista… En todos las mismas advertencias contra lo que llaman “islamofobia”, “ultraderecha” o “populismo”, calificativos con los que se pretende aislar preventivamente a cualquiera que discrepe de los dogmas progresistas establecidos.
En todos las mismas omisiones: no se habla del genocidio cotidiano del aborto, ni se discuten las consignas del lobby LGTB; no se debate serenamente, sin acusaciones histéricas de “negacionismo”, sobre si el cambio climático está causado por el hombre. Incluso en medios “conservadores” se regala con entrevistas-masaje a políticos como Cristina Cifuentes, que pretende imponer coactivamente el homosexualismo y el transexualismo en la enseñanza.
Así, no es de extrañar que el periodismo convencional esté en crisis, que la gente cada vez se fíe menos de él. En ocasiones pienso que sólo sobrevive por unos pocos columnistas insobornables, como Hermann Tertsch, que cada vez recuerdan más al profeta bíblico que predica en el desierto.
La mayoría de los periodistas, aunque se complacen todavía en verse a sí mismos como el cuarto poder que resiste heroicamente las presiones del ejecutivo, están hoy encuadrados, en términos culturales, en la misma elite que los políticos. Bruce Bawer describió hace diez años este fenómeno, en su libro Mientras Europa duerme, refiriéndose al Viejo Continente. (Aunque quizás después del Obamato habría que incluir también al Nuevo en el diagnóstico.) Decía el ensayista neoyorkino:
“Los periodistas políticos en Europa están más inclinados [que sus colegas estadounidenses] a considerar a los políticos de la corriente dominante como compañeros de una elite instruida cuya labor conjunta es la de mantener y preservar estos ideales socialdemócratas que todos comparten.”
Una confirmación algo cómica de esta autopercepción paternalista la ha dado recientemente en El País John Carlin
Una confirmación algo cómica de esta autopercepción paternalista, en la línea de una especie de despotismo neoilustrado, la ha dado recientemente en El País John Carlin, al incluirse a sí mismo sin rubor dentro de esa “elite cosmopolita”, que se permite reñir a los pueblos cuando votan lo que supuestamente no les conviene, sea en Reino Unido, Colombia o los Estados Unidos.
Sería muy precipitado anunciar la muerte del periodismo. Los periódicos existirán mientras pervivan las libertades. Pero estas incluyen la libertad de dejar de comprar un diario o visitar su sitio digital, y la de apagar el televisor, cuando tales medios anteponen el adoctrinamiento a la información y la pluralidad. Hay otros lugares donde buscar ambas.
http://www.actuall.com/criterio/medios/la-muerte-del-periodismo/

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